Mpila Brazzaville
Año 2012. Rafa Martin y yo mismo, llegamos a Brazzaville con la idea de recorrer un país en el que llevamos años pensando. Lo acontecimientos en nuestro segundo día en la capital Congolesa marcan nuestro viaje y seguramente nuestras vidas para siempre.

Ni rastro de los Dimi. Un cartel herrumbroso, escrito con tiza, un teléfono y una dirección, es el único vestigio de la presencia de la familia. Apoyado en un pilar que amenaza precipitarse al suelo, el precario letrero es una gota de esperanza en un mar de desolación. A su alrededor, escombros. Tragedia. Hambre. Desesperación. Como miles de sus vecinos, los Dimi han tenido que dejar atrás su casa y buscar nuevo refugio. Las pocas letras que despuntan del amasijo de fragmentos de la construcción es la única carta que les queda para recuperar sus posesiones o recibir la prometida ayuda gubernamental. Quién sabe.
Es posible que no vuelvan y que las lluvias o los pillajes de material acaben definitivamente con este pedazo de recuerdo. Un recuerdo que se volvió pesadilla el 5 de marzo del 2012. Una cadena de explosiones en un polvorín del popular barrio de Mpila, en Brazzaville (República del Congo), arrasó miles de metros cuadrados, acabó con la vida de centenares (miles si obviamos las fuentes oficiales y nos ceñimos a otros cálculos más realistas) y puso este apacible país centroafricano en el epicentro de la noticia. Dos semanas más tarde, el paisaje no podía ser más dantesco. Toneladas y toneladas de puertas, ladrillos, hierros y chapa se amontonan sin ton ni son en lo que debía haber sido calles, viviendas de una sola planta, peluquerías, colmados… Pero eso no es lo peor.
Los que han sobrevivido y no han tenido la suerte de abrazar la solidaridad de familiares o amigos, siguen resistiendo en una mísera existencia. Sin agua. Sin luz. Sin ayuda. Algunos sonríen y reclaman, solícitos, la fotografía de los blancos que, como fantasmas, pasean sin dar crédito a lo que ven sus ojos. Otros, los menos, lloran sin lágrimas, gritan a la injusticia y continúan con sus quehaceres, con un cubo de agua sucia por aseo o una chapa ladeada como morada. No saben qué será de su futuro (si es que lo tienen), pero piden comprensión y que el mundo conozca que la vida es muy dura en este punto del planeta.
Al otro lado de la ciudad, sigue especulándose, con la boca pequeña, como pudo ser que un polvorín de estas dimensiones continuara a la vera de esta gente. Si es verdad que existía un proyecto para trasladarlo y que, incluso, estaba dotado de una partida presupuestaria. ¡Qué más da! Aquel 5 de marzo del 2012, a unos tres kilómetros de allí, dos turistas españoles aficionados a la antropología vieron cómo su hotel se estremecía tras las explosiones, los cristales saltaban por los aires y la gente bramaba en la calle ¨¡la guerre, la guerre!¨. No olvidarán el pánico a la muerte, a lo desconocido, a la vulnerabilidad. Pero tuvieron suerte. En Mpila, la moneda salió cruz. Y quién sabe de la suerte de los Dimi y de otros tantos como ellos. El cartel y su recuerdo sigue a la espera.
Rafa Martín / Toni Espadas